El ilusionista, de Neil Burger

El cine es sueño, y los sueños no sólo sueños son


Si he de ser sincero, diré que esta película me ha ilusionado, sí ¡ilusionado!. En este sentido, el director estará encantado conmigo, ya que sus intenciones con este artificio cinematográfico se han visto recompensadas. No creo que Neil Burger pretendiera otra cosa que ilusionar.
Entiéndaseme el significado que el término adquiere en el contexto de esta película. Un ilusionista es una persona que realiza juegos de magia, creando ilusiones en uno o más de los sentidos (visual, auditivo, etc.) y en la mente, haciendo parecer realidad lo imposible. Esto es lo que pretende el prestidigitador Eisenheim en una Viena tan hermosa como mágicamente fotografiada. El ilusionista pretende con su puesta en escena generar en el espectador una ilusión de realidad, como hoy mismo logra muy a menudo el complejo arte del cine. Por eso, el director consigue con esta película desvelar un metadiscurso acerca de la naturaleza misma del séptimo arte, cuyo objetivo es el mismo que el del protagonista: crear sensaciones que hagan pensar al espectador que durante las dos horas de espectáculo todo lo que sus ojos ven y sus oidos logran escuchar son realidades, o más aún, milagros vivientes extraídos de nuestros más profundos deseos. De hecho, el ilusionismo de escena -mezcla de espectáculo de magia y teatro- que se realizaba en Europa ya por el siglo XIX, y que atraía tanto a regias personalidades como a las clases populares, vislumbra ya y antecede a lo que será poco más tarde el cinematógrafo. Por esa razón, esta película es cine dentro del cine, es decir, un mero juego a través del cual el director nos demuestra que su profesión no es tan seria como críticos, cinéfilos o entusiastas del medio pretenden; que el cine no alecciona, no enseña ni moraliza, que sólo entretiene, agrada o enamora. Y esto no es poca tarea. Todo es mentira en el cine: los besos, la muerte, incluso el amor. He ahí su gloria, su capacidad de hacernos soñar. Esta tesis se hace suficientemente explícita en la escena en la que Eisenheim, desde el balcón de la oficina de policía, calma el entusiasmo de su público subrayando que él sólo es un mago, no un cura ni un chamán. Id tranquilos a vuestras casas y mañana asistid a una nueva representación que os hará de nuevo soñar.


Pero incluso en esto la película de Burger da un doble de tuerca ingenioso. Igualmente incierto es afirmar que el cine es puro entretenimiento, sin conexión con la realidad ni poder de transformarla. El cine enamora -no sé si tan apasionadamente como lo está el personaje de la elegante y contenidamente sensual baronesa-, pero también ilustra, categoriza, defiende, juzga y piensa. Esta capacidad del cine de hacernos pensar está esctrechamente conectada con su otra capacidad, la de enamorar. Difícilmente podría convencer sin enamorar. Lo emocional y lo intelectual generan esa aleación mágica que es el cine. Por eso, el director decide tirar la escalera con la que había hecho crecer su guión, para desvelar la verdad que sin mucho misterio ya se intuía en cada fotograma: todo es mentira, pero esta mentira tiene una intención, un propósito político. El arte como arma arrojadiza contra los totalitarismos, las tiranías, los sistemas corruptos, y el arte como creación de realidad, más allá de lo establecido por el orden vigente. La creación artística es y debe ser siempre políticamente incorrecta, u-tópica, desinstalada, inquieta; debe traer a nosotros lo posible, lo que aún no es pero podría ser. Por eso es molesta, incómoda para los poderes fácticos. Y todo esto lo consigue a través de emociones, fugaces visiones de mundos inexistentes pero soñados por nuestra mente.

Este giro de guión deconstruye la impresión primera de que realmente estamos ante una película cardio-romántica o de intriga policíaca. Sí es romántica, pero más bien anarco-romántica. Su romanticismo es enteramente político. De hecho, la historia de amor es mostrada en la película a través de la historia inicial de los niños enamorados -un cuento de amores imposibles a lo Romeo y Julieta, mil veces visto en el cine, pero deliciosamente fotografiado en tonos sepia- o mediante los dos breves encuentros entre los amantes, que más que ahondar en la trama, meramente ilustran un estado de cosas del todo evidente. Nada del otro mundo para hacernos creer que, aunque a los personajes les mueve el amor, ésta sea una película romántica a lo pretty woman. En la escena de uno de los encuentros entre el ilusionista y el policía, éste confiesa su escepticismo profesional. ¿Realmente cree que puede hacerlo? No se engañe, ellos nunca le dejarán. El poder lo engulle todo a su alrededor. Yo soy hijo de carnicero y eso no puede cambiarse. Sin embargo, Eisenheim esboza una leve sonrisa, como de niño juguetón que sabe de la trampa que espera tras la puerta. Porque eso es Eisenheim y con él todo el cine, un niño idealista que sueña que el celuloide puede enamorar a todos con ilusiones y encima cambiar la realidad.

Miren dentro de la chistera
; un conejo blanco les espera sonriendo. Un conejo que en ningún caso es real, como todo lo que hasta ahora hemos escrito, como todo lo que pueden ver en una sala de cine. Es lo que tiene ser posmoderno: para tomar en serio algo es preciso caer en la cuenta de que todo es banal y pura apariencia. Riamos pues y que viva el espectáculo.

Postdata: la idea de recuperar para los vivos una imagen de los muertos me recordó mucho al espectro del padre en el Hamlet de Shakespeare. Además, en ambos casos el fantasma sirve de detonante para mover a los personajes hacia la restitución de la justicia. Qué pena que este Romeo y Julieta de Burger no termine en tragedia; pero ya se sabe, no estamos ante un doloroso drama premoderno, sino ante el luminoso pseudoromanticismo posmoderno. Todo es posible mientras todo siga siendo lo que es. Dios salve a América. Amén.


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Muy bien dicho Ojo de Buey