Una historia de Brooklyn


Edipo en Brooklyn

Al igual que realizadores como Visconti o Buñuel desmitificaron y abrieron en canal las vísceras de la refinada aristocracia y su hermana pequeña, la burguesía, otros directores más cercanos a nosotros -véase si no la filmografía de Woody Allen- han hecho lo propio con el imperturbable mapa emocional de la clase intelectual norteamericana de los ochenta, a la que se presenta sobradamente preparada para ordenar de manera lógica y calculada su intelecto -es impagable la escena en la que los padres anuncian salomónicamente la separación y posterior reparto de cuotas de visita a sus desconcertados hijos-, pero incapaz de expresar y saber qué hacer con sus emociones (o siquiera freír una hamburguesa). Es el caso de Una historia de Brooklyn, cuyo título original y más decente, El calamar y la ballena, hace referencia a las tirantes relaciones del matrimonio de escritores protagonista e iconizado en una enorme maqueta de los dos animales expuestos en el Museo de Ciencias Naturales que el hijo mayor del matrimonio revisitará en una sana vuelta a sus más sinceros recuerdos infantiles, más allá de las faldas de su padre. A su vez, este título se asemeja al de otra película, la francesa de Jean Eustache, La mamá y la puta, colgada de la pared en una escena de esta cinta y que sirve no sólo de referente cinéfilo, sino también de metáfora de la hostilidad edípica del hijo mayor hacia su madre y de sincero homenaje a la Nouvelle Vague. No en vano, al final de Una historia de Brooklyn vemos cómo el egocéntrico padre se despide de su mujer recordándole la escena final de Al final de la escapada, de Godard. Y no en vano la frescura y naturalidad de esta cinta nos recuerda descaradamente al estilo de ese movimiento artístico francés de los sesenta, salvando las distancias y el carácter deconstructivo de toda una generación que nos ofrece Baumbach.


El punto de vista hegemónico de la película es el del personaje representado por el hijo mayor, que será quien tenga que descubrir no sin dolor y extrañeza la naturaleza narcisista de su progenitor, un Jeff Daniels contenido y más que correcto. Será de hecho en la segunda parte de la cinta donde se crecerá la trama, más allá de lo que podría haber sido una mera recreación de los sin
sabores de una custodia compartida a lo Kramer contra Kramer. El guión crecerá en altura con el retrato de un hijo desconcertado no sólo por la ruptura de sus padres, sino aún más por descubrir de primera mano que su padre es un ser menos deslumbrante de lo que creía. Esta superación del complejo de Edipo y entrada en la vida adulta está narrada con sencillez, sin aspavientos dramáticos, y a su vez intentando superar la sensación de frialdad que a ratos nos da la cinta, medio salvada por las excentricidades de los personajes y algún que otra escena simpática.


Una historia de Brooklyn supone un fecundo regreso a los temas de ruptura generación que tanto gustaban a la Nouvelle Vague, con jóvenes desconcertados y obligados a buscar su lugar en el mundo, fuera de las reglas encorsetadas de sus tutores. La película está cargada de escenas que revelan la necesidad de los hijos de reconstruir un mundo que no entienden y en el que creían vivir felices. El hijo menor bebe cerveza para hacer de hombre de la casa, y se masturba en cada esquina del colegio dejando recuerdos húmedos de su gimnasia sexual. El mayor emula torpemente a su padre escritor, simulando que lee libros y que los entiende, plagiando canciones de Pink Floyd para parecer culto, o despreciando a su novia -lo único real y sincero que se le presenta en la vida- en pos de conquistas ficticias que nunca llegarán. Y todo bajo la asfixiante sombra del padre, que usa a su hijo como justificante de sus errores y frustraciones. El final no podía ser otro y más justo. Todos podemos sentir en la mirada del hijo a esa escultura del calamar y la ballena -igual que el Antoine de Los cuatrocientos golpes frente al mar- que ya puede mirar hacia delante sin rencor y respirar, sin la pesada carga del padre a sus espaldas. Su despedida del padre en el hospital es serena, silenciosa, adulta.


Por cierto, qué bien está Laura Linney, a pesar de tener un personaje tan desdibujado
. Esa mujer siempre me ha resultado creíble, más allá de los histrionismos o glamouradas de otras actrices de su generación.


Nos vemos en el cine...

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