Bergman: la imagen que nos habla


Bergman está entre nuestros clásicos más recientes (ya a título póstumo), pero él mismo bebe con avidez de esos otros clásicos no tan recientes que, desde el teatro griego y para tejer el volumen vital de una trama, invocaban no al poder de la physis (la pura imagen) despojada del logos –recurso teatral preteatral y de raigambre dionisíaca-, sino a ese diálogo interior que todo ser humano mantiene consigo hasta que la muerte le cierra la boca.

En Bergman esa misma muerte nos calla y a su vez nos hace hablar (a modo de lamento indignado), como diría ese otro trágico llamado Miguel de Unamuno. La tragedia griega inventó la voz interior, la conciencia, el fluir de nuestro vivir a través de la mediación del lenguaje. Y esta tentativa metafísica es ya de por sí un intento fracasado de revivirnos sin el dolor que sentimos por ser mortales y con la ira ahogada de quien sabe que la muerte gana siempre (y no sólo al ajedrez, a todos los juegos), pese al intento eterno del héroe –griego o moderno- por engañarla a través del lenguaje, a través en definitiva del arte, de la belleza.

El arte, más concretamente su séptimo hijo (el cine), ha buscado anestesiar con la belleza esta determinación humana, invocando con ello una contingente eternidad disfrazada. El cine comercial ironizó ingenuamente con la posibilidad de servir de droga pueril al espectador adormilado por el sueño moderno de Peter Pan. Con el cine nunca moriremos, por lo menos durante el metraje de la película. Cine, palomitas y Coca-C
ola servirán de fábrica de ilusiones efímeras que entronizan la pura imagen como ídolo opiáceo de las masas satisfechas occidentales. Bergman vivió en las antípodas del culto posmoderno a la imagen cinematográfica. Para él era casi una demanda ética desmitologizar al ser humano enfrentándole en seco con sus determinaciones. “Conócete a ti mismo”, reza el oráculo. Para ello invoca, como lo hicieron los dramaturgos griegos, al logos, la palabra sincera que nace de nosotros no para comunicarse con los otros, sino para ser salvados por ellos. En el cine esos otros son evocados a través de fantasmas pretéritos o situaciones límite que despiertan imágenes borrosas, olvidadas para engañarnos o no sufrir.

Decía Sartre que el ser humano es una ilusión imposible, y nada puede hacer por dejar de serlo. Sin este atributo esencial y existencial el arte, y con él el cine, no sería posible. Todo arte –el de Bergman de manera explícita, casi pornográfica- es metafísica, rebelión contra la contingencia de los cuerpos, que saben que aun viviendo, a cada aliento saben que ya están muertos. El cine según Bergman es una lucha trágica (perdida) contra nosotros mismos, una expresión de la incomodidad que se asienta en nuestra mente desde que nacemos.

Woody Allen firmaría esta tesis, aunque con una metáfora más hilarante y hedonista. Por eso al cine debe incomodarle la realidad, resistirse a ella, y sólo apoyarse en ella como sustrato de la memoria, esa memoria personal, biográfica, que nos mantiene vivos, con una misión. El pasado, no como huella de lo que ya no es pero fue, sino como ruina que nuestra imaginación reconstruye como puede, es el material del que se vale Bergman para engañar a la muerte, o engañarse a sí mismo (para ser más justos). Sin esa estética (y ética, pero sin moralejas ni sotanas) misión de deconstruir nuestro pasado, la vida sería aciaga, un valle de lágrimas.

Aquí os dejo una escena que no tiene desperdicio. Woody Allen ha firmado en su carrera escenas similares, pero nunca con el tono desgarrado de su maestro. En manos de Allen la narración se hubiera diluido bajo un tono de humor consolador. Bajo la mirada de Bergman no caben redenciones posmodernas. Estamos obligados a mirarnos cara a cara. Por eso quizá la obra más bergmaniana de Allen sea si acaso Otra mujer.

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