Gustos casi inconfesables
Le Llamaban Trinidad (Lo Chiamavano Trinità, 1971)
Hay películas que aún recuerdas y que de forma inexplicable te gustaron y hoy por hoy no serías capaz de denostar -para todo padre su hijo caga rosas-, aunque tu sentido común -insidioso enemigo del placer- te repite una y otra vez: ¡vaya mierda de película!. Pero como uno no tiene decencia, ni falta que le hace para estos menesteres, pues a gozar con el engendro y que se mueran los feos.
Ése es el caso de Le llamaban Trinidad, una del oeste en clave de humor, con la reconocible pareja formada por Terence Hill (Trinity) y Bud Spencer (Bambino), la resurrección del gordo y en flaco en clave western de los 70.
La novedad de estas películas -porque evidentemente hubo segundas partes con Le seguian llamando Trinidad- fue ofrecer un tipo de western divertido y banal con el que contrarrestar la tradición del clásico western, siempre trágico y a veces ampuloso. Pero sobre todo nos dio a nuestra generación la posibilidad de echarnos unas risas con las caídas, mamporros, y otras insensateces infantiles que bien podríamos situar como deudoras del cine mudo de Chaplin o Keaton. Por supuesto, de mucha menos calidad y guión casi de película porno. Aún así, se ve en cada fotograma la influencia de un Sergio Leone que ya había marcado en el western una línea difícil de traspasar. Si no escuchad en esta película la música silbeante, los sonidos de disparos, la mugrienta indumentaria de los pistoleros, los diálogos breves y sentenciosos, y miles de detalles más que emulan a lo Jerry Lewis al maestro Leone.
El argumento ya de principio es de guardería: Trinidad, uno de los pistoleros más rápidos del lejano Oeste descubre que su hermano mayor, un granuja peor que él, es el sheriff del pueblo en el que se ha parado a descansar. En la comarca se ha instalado un grupo de pacíficos mormones a los que el alcalde pretende echar a toda consta. Trinidad decide quedarse allí para ayudar a su hermano a defender a los mormones y de paso ligarse a las preciosas chicas que conviven con ellos. El final es del todo previsible. El trasunto del argumento lo es aún más. Trinidad y su hermano administran justicia sin derramar, eso sí, ni una bala. Todo se resuelve a hostias nada creíbles y de una coreografía de dibujo animado. Porque no hay nada dañino ni pretencioso en esta película. Todo está pensado con el objeto de despertar la carcajada fácil.
La verdad es que no he vuelto a ver esta película desde que en los años 70 me hiciera reir tan inocentemente. Hoy, si la volviera a ver quizá tan sólo consiguiera hacerme dibujar una escasa sonrisa. Pero os aseguro que en ella quedaría del todo reflejada la nostalgia de un niño que esa y otras veces disfrutó con el cine. Sin esas experiencias hoy no iría a una sala oscura ni en mí se volvería a dibujar esa sonrisa ingenua de honesto placer.
Por cierto, ¿tenéis vosotros algún gusto casi inconfesable? No seáis tímidos, largad por esa boquita.
Ése es el caso de Le llamaban Trinidad, una del oeste en clave de humor, con la reconocible pareja formada por Terence Hill (Trinity) y Bud Spencer (Bambino), la resurrección del gordo y en flaco en clave western de los 70.
La novedad de estas películas -porque evidentemente hubo segundas partes con Le seguian llamando Trinidad- fue ofrecer un tipo de western divertido y banal con el que contrarrestar la tradición del clásico western, siempre trágico y a veces ampuloso. Pero sobre todo nos dio a nuestra generación la posibilidad de echarnos unas risas con las caídas, mamporros, y otras insensateces infantiles que bien podríamos situar como deudoras del cine mudo de Chaplin o Keaton. Por supuesto, de mucha menos calidad y guión casi de película porno. Aún así, se ve en cada fotograma la influencia de un Sergio Leone que ya había marcado en el western una línea difícil de traspasar. Si no escuchad en esta película la música silbeante, los sonidos de disparos, la mugrienta indumentaria de los pistoleros, los diálogos breves y sentenciosos, y miles de detalles más que emulan a lo Jerry Lewis al maestro Leone.
El argumento ya de principio es de guardería: Trinidad, uno de los pistoleros más rápidos del lejano Oeste descubre que su hermano mayor, un granuja peor que él, es el sheriff del pueblo en el que se ha parado a descansar. En la comarca se ha instalado un grupo de pacíficos mormones a los que el alcalde pretende echar a toda consta. Trinidad decide quedarse allí para ayudar a su hermano a defender a los mormones y de paso ligarse a las preciosas chicas que conviven con ellos. El final es del todo previsible. El trasunto del argumento lo es aún más. Trinidad y su hermano administran justicia sin derramar, eso sí, ni una bala. Todo se resuelve a hostias nada creíbles y de una coreografía de dibujo animado. Porque no hay nada dañino ni pretencioso en esta película. Todo está pensado con el objeto de despertar la carcajada fácil.
La verdad es que no he vuelto a ver esta película desde que en los años 70 me hiciera reir tan inocentemente. Hoy, si la volviera a ver quizá tan sólo consiguiera hacerme dibujar una escasa sonrisa. Pero os aseguro que en ella quedaría del todo reflejada la nostalgia de un niño que esa y otras veces disfrutó con el cine. Sin esas experiencias hoy no iría a una sala oscura ni en mí se volvería a dibujar esa sonrisa ingenua de honesto placer.
Por cierto, ¿tenéis vosotros algún gusto casi inconfesable? No seáis tímidos, largad por esa boquita.
Comentarios
Seguiremos hablando de gustos inconfesables.
Un saludo.
Así que pronto tedremos noticias el uno del otro
Muchas gracias
Un saludo!